El neurocientífico Charan Ranganath investiga la memoria y defiende que deberíamos preguntarnos por qué recordamos en lugar de por qué olvidamos. Ofrecemos un adelanto de su nuevo ensayo
Piense en sus relaciones más íntimas, en su empleo, en su ubicación geográfica y en sus circunstancias vitales actuales. ¿Cuáles consideraría sus vivencias más definitivas, las que le han hecho ser quien es? ¿Cuáles son sus creencias más profundas? ¿Qué decisiones, esenciales y triviales, buenas y malas, le han conducido hasta este lugar y hasta este momento en el tiempo?
Dichas decisiones acostumbran a estar condicionadas, cuando no determinadas, por la memoria. Por parafrasear al psicólogo galardonado con el Nobel Daniel Kahneman, su “yo que experimenta” es el que tiene las vivencias, pero “su yo que recuerda” es el que toma las decisiones. Algunas de estas decisiones son insignificantes, mundanas, como qué preparar de comer hoy o qué marca de detergente para la ropa elegir entre los que abarrotan la estantería del supermercado. Otras son la fuerza motriz que impulsa elecciones que pueden cambiarle la vida, desde qué carrera profesional emprender hasta dónde vivir, qué causas defender o incluso cómo quiere criar a sus hijos y de qué personas quiere rodearse. Además, la memoria influye en cómo se siente con respecto a tales decisiones. Kahneman y otros expertos han demostrado, en múltiples estudios, que la felicidad y la satisfacción que obtenemos de los resultados de nuestras decisiones en realidad no depende tanto de lo que experimentamos en el momento como de lo que recordamos.
Dicho de otro modo, su yo que recuerda modula de manera constante (y profunda) su presente y su futuro, influyendo en casi todas las decisiones que adopta. Y eso no tiene por qué ser malo, pero sí implica que debemos entender a nuestro yo que recuerda, así como los mecanismos de su enorme influencia.
La intromisión permanente de la memoria en nuestros pensamientos, acciones, emociones y decisiones suele pasar desapercibida, salvo en los momentos en los que nos falla
Ocurre, sin embargo, que la intromisión permanente de la memoria en nuestros pensamientos, acciones, emociones y decisiones suele pasar desapercibida, salvo en los momentos en los que nos falla. Y lo sé porque siempre que conozco a alguien nuevo y le explico que me gano la vida estudiando la memoria, la pregunta que suele hacerme es: “¿Por qué soy tan olvidadizo?”. Yo también me lo pregunto a menudo. A diario me olvido de nombres, de rostros, de conversaciones e incluso de lo que se supone que debería estar haciendo en un momento dado. Todos nos frotamos las manos intentando recordar algo que se nos escapa y, a medida que nos hacemos mayores, el olvido puede convertirse en una perspectiva aterradora.
Sin duda, la pérdida de memoria es debilitante, pero las quejas y las preocupaciones más habituales acerca de los olvidos cotidianos responden, en gran medida, a malentendidos que tenemos profundamente inculcados. En contra de la creencia popular, el mensaje más importante que debemos extraer de la ciencia de la memoria no es que somos capaces de recordar más, ni siquiera que deberíamos hacerlo. El problema no es la memoria, el problema son las falsas expectativas que tenemos sobre su función.
El mensaje más importante que debemos extraer de la ciencia de la memoria no es que somos capaces de recordar más, ni siquiera que deberíamos hacerlo
No se supone que debamos recordar íntegramente nuestro pasado. Los mecanismos de la memoria no fraguaron para ayudarnos a recordar el nombre del tipo aquel a quien conocimos en aquel evento. Por citar al psicólogo británico sir Frederic Bartlett, una de las figuras más destacadas de la historia del estudio de la memoria, “el recuerdo literal es extraordinariamente irrelevante”.
De manera que, en lugar de preguntarnos por qué olvidamos, lo que deberíamos preguntarnos es por qué recordamos.
Mi primer paso en mi intento por responder a esta pregunta tuvo lugar una ventosa tarde de otoño de 1993. Por entonces yo era un estudiante de posgrado de veintidós años que cursaba un doctorado en Psicología Clínica en la Northwestern University y acababa de diseñar mi primer estudio de investigación sobre la memoria (aunque supuestamente no tenía que tratar sobre la memoria). Mi investigación se centraba en la depresión clínica y concebimos dicho estudio para comprobar una teoría según la cual estar tristes afecta a nuestra capacidad de atención.
Entré en el Cresap Laboratory con una canción de Hüsker Dü (el nombre de una banda sueca que posteriormente supe que significaba “¿Te acuerdas?”) sonando a todo trapo en mis auriculares mientras me mentalizaba para practicarle un electroencefalograma (EEG) a la primera participante en mi estudio. Se trataba de una universitaria con una melena de densos rizos y me costó lo mío adherirle los electrodos al cuero cabelludo. Al cabo de treinta minutos de mirar fijamente el monitor del ordenador, hipnotizado por las ondas de actividad eléctrica que emanaban de su cerebro, llegó el momento de retirarle los electrodos y limpiarle los restos de pasta conductora. Por más que me esforcé, cuando salió del laboratorio llevaba varios pegotes en los rizos.
La idea consistía en hacer que personas emocionalmente sanas se entristecieran para observar si el hecho de estar tristes hacía que palabras negativas (como “trauma” o “tristeza”) captaran más su atención que otras neutras (como “plátano” o “puerta”). Para conseguir que los voluntarios se entristecieran, les hacíamos escuchar una selección de piezas de música clásica ralentizadas, incluida entre ellas “Rusia bajo el yugo mongol” de Serguéi Prokófiev, de la banda sonora de la película Alexander Nevsky, una canción tan deprimente que se ha empleado en numerosos estudios sobre la depresión clínica. Mientras la música sonaba de fondo, solicitábamos a los voluntarios que reflexionaran sobre un episodio pasado o un momento de sus vidas en el que se habían sentido tristes. Esperábamos que la música les ayudara a rememorarlo y que hacerlo los afligiera. Y no íbamos errados. Nuestra estrategia demostró ser infalible.
El resto del experimento fue un fracaso, pero se me quedó grabado que éramos capaces de utilizar los recuerdos pasados de las personas para alterar cómo se sentían y cómo contemplaban la realidad en el momento presente. La cuestión no era que recordar un momento doloroso de su pasado las entristeciera, sino que el hecho de estar apenadas parecía ayudarlas a recordar más fácilmente otros momentos tristes. A partir de aquel momento se despertó en mí una fascinación por cómo las estructuras cerebrales que generan lo que creemos “recordar” pueden influir profundamente en cómo pensamos y en qué sentimos en el presente y, por ende, en cómo progresamos hacia el futuro.
En un laboratorio es posible detonar recuerdos con una pieza fúnebre de música clásica, pero, en el mundo real, normalmente nos asaltan en el momento más inesperado y por las causas más improbables, sea una palabra, un rostro, un olor o un sabor. En mi caso, bastan dos acordes de Born in the U. S. A. para desencadenar un torrente de recuerdos acerca de compañeros del instituto que me proferían toda suerte de insultos racistas.
Los sonidos, olores y visiones que experimentamos en el presente también pueden transportarnos a momentos felices del pasado. Hay una canción del grupo de indie fIRE- HOSE que siempre me retrotrae a mi primera cita con la que sería mi futura esposa, Nicole; el olor de la yaca me recuerda a un paseo por la playa con mi abuelo en Madrás, en la India; y la visión de un mural de vivos colores en la pared de un pequeño pub de Berkeley llamado Starry Plough me devuelve a mis días de universitario, cuando di un con-cierto memorable con mi banda de rock de la universidad, Plug-In Drug. (Sí, me arrepiento del nombre que teníamos.)
Cada una de estas vivencias recordadas y las sensaciones y sentimientos que suscitan en mí entroncan con uno de los principios nucleares que ha apuntalado gran parte de mi trabajo, como psicólogo clínico y también como neurocientífico: la memoria es mucho mucho más que un archivo del pasado; es el prisma a través del cual nos contemplamos a nosotros mismos, a los demás y al mundo en su conjunto. Es el tejido conector subyacente a lo que decimos, pensamos y hacemos. Seguramente, la sensación persistente de “otredad” que me inculcaron mis experiencias como inmigrante de primera generación haya influido en mis decisiones con respecto a mi carrera profesional. Tanto, de hecho, que a veces me siento como un extraterrestre que se dedica a sondear los cerebros humanos para intentar entender cómo y por qué la gente se comporta como se comporta.
Para entender plenamente los intricados y maravillosos modos que el cerebro humano tiene de captar el pasado, tenemos que formularnos preguntas profundas sobre cómo modula la memoria nuestras vidas y por qué lo hace. Los diversos mecanismos que conforman la memoria han evolucionado para salvar los desafíos de la supervivencia. Nuestros antepasados tuvieron que dar prioridad a la información que les permitía prepararse para el futuro. Tenían que recordar qué bayas eran venenosas, qué personas era más probable que les ayudaran y cuáles que los traicionaran, en qué lugar soplaba una suave brisa por las noches o había agua dulce para beber, y qué río estaba infestado de cocodrilos. Esos recuerdos les ayudaban a conservar la vida para llegar a su siguiente comida.
Visto así, resulta evidente que lo que a menudo consideramos defectos de la memoria también son sus principales virtudes. Olvidamos porque necesitamos priorizar lo importante para poder desplegar rápidamente dicha información cuando la precisamos. Nuestros recuerdos son maleables y, en ocasiones, imprecisos porque nuestro cerebro está diseñado para moverse por un mundo en cambio constante. Un lugar que antaño fue nuestra principal fuente de sustento podría ser ahora un páramo desolado. Y una persona en quien en su día confiamos podría haber devenido en una amenaza. De manera que, por necesidad, la memoria humana ha primado ser flexible y adaptativa al contexto por encima de estática y tener precisión fotográfica.
Los diversos mecanismos que conforman la memoria han evolucionado para salvar los desafíos de la supervivencia
De ahí que este no sea un libro acerca de “cómo recordarlo todo”. En lugar de ello, en los capítulos que siguen le conduciré al abismo de sus procesos memorísticos para que pueda entender cómo su yo que recuerda puede influir en sus relaciones, decisiones e identidad, así como en el mundo social que habita. Cuando uno entiende el inmenso alcance del yo que recuerda puede concentrarse en recordar aquello que desea retener y utilizar su pasado para orientarse por el futuro.
En la primera parte del libro expongo los mecanismos fundamentales de la memoria, los principios que explican por qué olvidamos y cómo recordar las cosas importantes. Pero eso es solo el principio del viaje. En la segunda parte exploraremos de manera progresiva las fuerzas ocultas de la memoria que determinan cómo interpretamos el pasado y conforman nuestra percepción del presente. Y por último, en la tercera parte, examinaremos en qué sentido la naturaleza maleable de la memoria nos ayuda a adaptarnos a un mundo cambiante y analizaremos las implicaciones generales del hecho de que nuestros propios recuerdos estén entrelazados con los de otras personas.
A lo largo de este camino conocerá a personas cuyas vidas se han visto drásticamente afectadas por las idiosincrasias de la memoria: personas que recuerdan demasiado y otras incapaces de formarse nuevos recuerdos, personas atormentadas por sus recuerdos del pasado y otras que han sufrido terriblemente debido a fallos de memoria de otras personas. Sus historias y las de otras personas normales y corrientes, como yo mismo, son ilustrativas de la mano (en ocasiones) invisible de la memoria que guía nuestras vidas.
La memoria no es solo quiénes hemos sido, sino quiénes somos y en qué tenemos el potencial de convertirnos, como individuos y como sociedad. La historia de por qué recordamos es la historia de la humanidad. Y esa historia comienza con las conexiones neuronales que enlazan de manera imperceptible nuestro pasado con el presente y nuestro presente con el futuro.
* El neurocientífico Charan Ranganath lleva años estudiando la mente humana. Además, es miembro de la Fundación Guggenheim, director del Memory and Plasticity Program y profesor de Psicología y Neurociencia en la Universidad de California en Davis. Su trabajo ha sido reconocido con varios premios, y en 2015 fue uno de los once expertos de Estados Unidos en recibir una beca de la National Security Science and Engineering Faculty.